hay que velarle en su celda,
cuando más miedo se pasa,
es de camino hacia ella.
Hay un lúgubre pasillo,
que tiene el suelo de piedra,
de piedra, son las paredes,
los techos son de madera.
¡Era frío como la muerte
debe ser!, por lo que cuentan,
por suerte no la he sufrido
y se cansará si me espera.
¡De las paredes colgaban
grandes cuadros de madera!,
con lienzos ennegrecidos,
por el humo de las velas.
Este era el alumbrado
que iluminaba los claustros:
algún cirio en una mesa,
o alguna vela en tus manos.
Una terrible experiencia
para un crío de nueve años,
que por salir de su pueblo,
se fue con los franciscanos.
¡Recuerdo ver al difunto
tendido sobre esas piedras!,
que si no estuviera muerto,
el frío, haría que se muriera.
¡El hábito, casi negro!,
aunque el cordón blanco fuera,
y la capucha cubriendo
sus canas y cara vieja.
¡No dejaba de mirarle!,
¡pensando que se moviera! ;
yo, tampoco me movía,
bien por frío, o por miedo fuera.
¡Que largas eran las horas!
¡Que dura se hacía la espera!
cuando llegado el relevo,
¡Corriendo por los pasillos
pude subir la escalera!
y encontrarme con la luz,
pensando que me seguían,
que me cogían de las piernas.
La experiencia me sirvió,
y me marcó de tal manera,
que cuando voy a un entierro
procuro quedarme fuera.
¡Yo no quiero ver al muerto
aunque no le conociera!,
yo prefiero recordarle,
como cuando vivo era.
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